Las rosas de la casa de York De pequeño no se notaba. Sólo cuando andaba por los jardines arrancando pimpollos de aquellas famosas rosas para aplastarlos contra las suelas de sus botas, podría haberse pensado que algo no iba del todo bien en el melancólico Ricardo. En ocasiones, la Reina le preguntó: "Ricardo, ¿no te parecen hermosas las flores que cultiva para nosotros el noble jardinero de la Corte?", y él no le contestó a su madre, en primer lugar, porque lo que le gustaba de las rosas era ese lento chasquido agonizante debajo de sus botas, y su sustancia, la baba que
desprendían cuando habían sido masacradas.
Y, en segundo lugar, Ricardo no le contestó a su madre, porque él sabía que la Reina amaba mucho más a su hermano Clarence que a él. Culpaba de la preferencia de la Reina al brazo seco y deforme con el que había venido a este mundo. Alguna bruja lo había hechizado estando aún en el vientre de su madre, para volverlo más feo e indefenso y para que el pueblo, de llegar a ser él Rey, no lo amara a causa de su fealdad. Ricardo, pensaba de niño -y quién sabe si el pensamiento no llegó hasta su adultez- que la bruja había estado de acuerdo con Clarence, porque Clarence tenía los ojos dulces y siempre en su regazo maullaba una gatita negra de intensos ojos amarillos.
Los crímenes Por ende, podría deducirse que Ricardo era un hombre sujeto a un recuerdo. El de las rosas de la casa de York, aplastadas. Y a ese recuerdo se sumaron otros: el asesinato de Clarence en el viejo odre de vino, y los asesinatos de los pequeños hijos de Eduardo -uno de ellos, tan pequeño aún, que, como dijo el asesino, todavía olía a leche-. También el llanto de Ana pasó a ser un recuerdo. Aún estaba en el féretro el marido, cuando Ricardo logró conquistarla, sin saber muy bien para qué, aunque tenía varias opciones. Una esposa, una reina, y una muchacha de belleza rubia.
"Y las lágrimas de Ana parecían del todo puras", suspira Ricardo, "sin embargo, ya está visto que no hay pureza que permanezca más que lo que tarda el sol, cada día, en caer por el lado del Poniente".
Los espíritus muertos Finalmente, una reflexión lo indujo a pensar que no hay réprobo que no haya ocupado el trono, y que no era él el que tenía que cargar con los remordimientos. La lista de reyes ingleses que se apoderaron del trono gracias al derramamiento de sangre es inmensa.
Había una historia muy bella, que la reina solía contarle cuando él era apenas un niño de pecho y su brazo seco semejaba una varita mágica de avellanos silvestres.
La historia contaba que a la Princesa Alicia su tío la había dejado morir durante un incendio, para de esta manera heredar el reino. Luego que el tío hubo sido rey llevó a su esposa, la Reina Elizabet y a su pequeña hija, Jacinta, al castillo. Y el espíritu de la Princesa difunta decidió jugar y engañar a la pequeña Jacinta, hasta provocar su muerte en un incendio a tal punto idéntico a aquel en el que había fenecido Alicia, que el rey no pudo ayudar a su hija a escapar de las llamas porque estaba convencido de que aquello no era más que una alucinación que le provocaba el demonio o la conciencia, como quiera que se le llame, puesto que el Rey era un hombre sujeto a un recuerdo. De esta manera, la pequeña Jacinta fue aniquilada para venganza de crímenes.
Esta historia fue la que la Reina narró a Ricardo III cuando todavía lo tenía en brazos, y el pequeño Ricardo concluyó que para ser rey había que hacer en este mundo el trabajo del diablo y temer, únicamente, fatalmente, y solo de vez en cuando, las venganzas de los espíritus que han muerto.
Y Ricardo III fue rey, aunque no duró mucho el tiempo de su reinado, puesto que al cabo de dos años fue muerto en Bosworth por Enrique Tudor, y con él culminó la casa de York.
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