Siempre estaban despidiéndose, y se abrazaban y se besaban, se alejaban unos pasos, nada más, para volver a juntarse, precipitadamente, y otra vez, besarse y abrazarse. Parecía que no iban a acabar nunca con aquello, las despedidas, y las llevaban adelante con algo de retablo de títeres, repitiendo cada gesto, cada chasquido de los besos. Montaban una función cada vez que se despedían.
A el hombre le costaba subirse al avión, caminar en el viento y en el ruido de las hélices, empinar la escalerita del frágil avión fabricado en Sevilla, un avión que temblaba en el aire como un suspiro. Después, arriba, se conformaba. Estaba la luna, un poco cenicienta, casi igual a la moneda de níquel de cinco centavos, y estaba el río, debajo, los meandros, la telaraña que era el río durante la noche, visto desde el avioncito sevillano. Estaba la azafata, también. Él estaba enamorado de esa azafata, cada vez estaba más seguro. Nunca había cruzado una sola palabra con ella, fuera de los cordiales, Un café, Un whisky; y ella siempre lo miraba con un aire lánguido y cansado, que era como si tuviera el maquillaje corrido. Se conformaba, tambén, el hombre, con la visión de la azafata. Porque estaba seguro de estar enamorado
de ella.
Para la mujer, que se quedaba en la ciudad, era diferente conformarse. No porque estuviera más o menos triste que el hombre, eso no podría medirse. Sino que era diferente porque su visión del ancho mundo y de las cosas no se parecía a la del hombre. Para empezar, el mundo no era tan ancho desde el horizonte del aeropuerto, cuando el único paisaje a la vista era la larga ruta que la comunicaba a la ciudad. Dos kilómetros de ruta y ya estaba en su casa, en la casa, y se acostaba bien adentro en la cama, bien tapada con una frazada de lana, estiraba las piernas, y encendía el televisor. Entonces se olvidaba, sí, se olvidaba de la poca anchura de su mundo. Los dos kilómetros que la llevaban a casadebía recorrerlo en un remise, casi siempre el mismo, un auto del color del cobalto, con un conductor de cabello blanco. El chofer
no le hablaba, o, si le hablaba, no le hablaba a ella, sino que el chofer hablaba hacia adelante, al volante, al San Cristóbal de la medalla imantada sobre la radio, o al destino. Pero a ella nunca le hablaba.
A veces, algunas veces, desde el camino, los dos kilómetros en el silencioso remise que la conducía a su casa, su cama y el olvido, ella veía pasar, en lo alto, muy alto, el avión en que viajaba el marido. Siempre sentía el impulso, de bajar la ventanilla y saludar y gritar, gritarle que no se fuera, que no viajara ya más, que se quedara con ella, que viviera tan sólo para estar con ella. Pero era un impulso, nada más, y la mujer se controlaba y enumeraba mentalmente los programas que pasarían esa noche por el cable. O si no podía controlarse, su voz aleteaba dentro del remise como un pájaro perdido, y decía:
En aquel avión va mi marido.
Y el chofer, por cortesía, o por lo que fuera, respondía, Ah, ¿si?. Le contestaba a la mujer, sin volverse a mirarla, nada más que, Ah, ¿si?, y seguía conduciendo.
|